Dos de los trastornos de ansiedad que más aparecen en conjunto en nuestra sociedad son la agorafobia y las crisis de angustia (o ataques de pánico).
De hecho, el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-V) no los codifica de forma aislada, sino que son dos subtipos de trastornos de ansiedad que deben aparecer en presencia de otro subtipo de trastorno de tipo ansioso para poder ser diagnosticados.
Por esta razón, no es posible encontrar sólo agorafobia o sólo crisis de angustia: siempre vendrán acompañadas o ligadas a otro trastorno de ansiedad (fobia, trastorno de angustia, trastorno de estrés postraumático, etc.)
Pero, ¿qué es la agorafobia?
Agorafobia es una palabra que deriva de los términos griegos de ágora (plaza) y phobos (miedo), y que tradicionalmente se ha entendido como el miedo a salir al exterior, como algo opuesto a claustrofobia (terror a quedar encerrado/atrapado).
Sin embargo, ésta comprensión es algo erróneo, ya que la agorafobia como trastorno
realmente tiene que ver con la aparición de ansiedad al encontrarnos en un lugar o situación del que escapar puede resultar difícil o embarazoso o donde, en caso de aparecer una crisis de angustia inesperada (más o menos relacionada con la situación) puede no disponerse de ayuda, como por ejemplo asistir a un espectáculo en el que hay una aglomeración de personas, o bien bajar al supermercado a comprar.
Estas situaciones tienden a ser evitadas para no experimentar el malestar o ansiedad significativos que se derivan del temor a que aparezca una crisis de angustia o síntomas similares, o bien se hace indispensable que una persona conocida esté presente para poder sobrellevarlas.
¿Y qué son las crisis de angustia?
El pánico es una forma de miedo intenso en la que se pueden encontrar fenómenos tanto psicológicos como fisiológicos coherentes con dicha emoción.
El miedo, en una frecuencia e intensidad no patológicas, es una emoción adaptativa que nos pone en alerta para poder adaptarnos y sobrevivir.
Sin embargo, las crisis de angustia o ataques de pánico tienen que ver con la aparición temporal de un temor o malestar inversamente proporcional a su duración, ya que el alcance de su máxima expresión no suele sobrepasar los 10 minutos (si bien el episodio de crisis puede llegar a durar unas horas).
En este periodo de tiempo, la persona puede experimentar palpitaciones/sacudidas del corazón, sudoración, temblores o sacudidas de las extremidades, sensación de ahogo o falta de aliento, sensación de atragantarse, opresión o malestar torácico, náuseas o molestias abdominales, inestabilidad o mareos, desrealización (sensación de irrealidad) o despersonalización (sensación de estar separado de uno mismo), temor a perder el control o volverse loco, temor a morir, parestesias (entumecimiento/hormigueo) o bien escalofríos o sofocos.
¿Cómo hacen frente a estos trastornos las personas que los padecen?
Generalmente, las personas que sufren agorafobia y crisis de angustia/pánico no sienten que pueden hacer una vida “normal”.
Les supone un terrible esfuerzo (y malestar) hacer actividades fuera de casa, salir a comprar, llevar a los hijos al colegio, hacer un viaje, etc., por lo que progresivamente van cerrando sus círculos sociales y lúdicos hasta quedar prácticamente recluidos en sus casas, donde perciben un mayor nivel de seguridad en caso de experimentar un episodio de pánico o, al menos, sienten que la situación queda un poco más bajo su control.
No obstante, ni la agorafobia ni las crisis de angustia son trastornos que dificulten el nivel de conciencia en quienes las experimentan, por lo que estas personas sufren, además de por su dificultad, por anhelar poder volver a funcionar con la normalidad sin encontrarse permanentemente aterrados por lo que les pueda suceder si abandonan su hogar.
¿Cómo se trabajan estas dos experiencias desde la psicología?
En primer lugar, cuando nos encontramos con un caso de agorafobia y crisis de angustia es fundamental que exploremos con la persona sobre su entorno familiar, social y también a título individual sobre sí misma, para detectar posibles factores que puedan estar mediando con la aparición o el mantenimiento del trastorno.
También es de vital importancia que tratemos de investigar con la persona en qué momento o momentos sitúa la aparición de este temor tan incapacitante en su vida, de manera que podamos emplear nuestra lupa psicológica para amplificar y desgranar ese periodo y sus características.
A partir de este punto, debemos comenzar un análisis de las cogniciones y pensamientos que se generan en la persona cuando aparece una situación percibida como una amenaza, y las sensaciones y emociones que aparecen en torno a la misma. Es esencial que entendamos por qué la persona necesita huir y qué podemos hacer con ella tanto a nivel cognitivo como conductual para que se produzca un cambio en su percepción de la situación (reestructuración cognitiva).
Tras este proceso, será interesante que podamos comprender con el paciente todo el trasfondo de su ansiedad (orígenes, causas, funciones, etc.) y elaboremos con él un esquema para poder aproximarnos a diferentes ejemplos de situaciones problema.
A estos ejemplos de situaciones nos expondremos progresivamente y al ritmo que el paciente pueda tolerar, primero “in vitro” (imágenes, visualización, ejemplos, etc.) y, cuando se sienta lo suficientemente preparado, “in vivo” (situación real).
Como psicólogos, nuestra función es estar atentos al sufrimiento que se puede desencadenar en cada momento, para poder redirigir la actividad hacia una más tolerable y poder analizar los diferentes factores emocionales, conductuales y cognitivos que han aparecido y cómo han podido afectar.
No se trata de empujar al paciente a enfrentar su miedo, sino de acompañarle para que pueda abordarlo al ritmo que su cuerpo y mente le permitan, para progresivamente ser capaz de manejarse de forma autónoma y saludable.