España ya ha conseguido desbancar a Estados Unidos como país con mayor número de consumo de psicofármacos. Este dato debería resultarnos bastante alarmante no sólo porque evidencia una notable presencia de problemas de índole psicológica en la sociedad actual, sino que también muestra que la forma de resolución que se está adoptando desde el sistema de salud no necesariamente es la más óptima para la mayoría de ellos.
Para los que nunca hayan necesitado de atención psicológica, dentro del sistema de salud pública en España el funcionamiento de derivaciones suele seguir un filtro que comienza en atención primaria por medio del médico de familia (que hace una primera criba para explorar la gravedad del caso y hasta qué punto puede abordarse por la vía pública) y, en el caso de considerar que la situación requiere de atención del especialista, se procede a la derivación al médico psiquiatra.
El médico psiquiatra será el encargado final de hacer una derivación al psicólogo dentro de la seguridad social, pero aquí es donde surge el primer problema de este planteamiento: no hay suficientes psicólogos para la demanda de atención psicológica que tenemos en este país.
De hecho, hay hospitales con figura del psicólogo muy limitada o casi inexistente, por lo que el ala de salud mental recae casi de forma exclusiva en la figura del psiquiatra. Aquí es donde suele aparecer el segundo problema: si bien hay psiquiatras que se encargan de la función de terapia, no es habitual que esta figura se encargue de intervenciones terapéuticas a nivel conductual, sino que la mayoría de las prescripciones tienen un carácter más encaminado a la farmacología.
Vaya por delante que no es el objetivo de este artículo criticar a la figura de nuestros compañeros psiquiatras. Nada más lejos de la realidad. Sabemos que los recursos del sistema en ocasiones son muy limitados y las medidas que se pueden adoptar para según que circunstancias, también lo son.
Evidentemente, hay algunas prescripciones de fármacos que no sólo son convenientes, sino muy necesarias en según qué momentos vitales de la persona (por ejemplo, para episodios de picos de ansiedad, un determinado ansiolítico). El problema, en definitiva, no es tanto el fármaco prescrito como la forma y la duración que adopta dicha recomendación médica.
«Me han dicho que la depresión es para toda la vida» o «yo es que ya qué voy a cambiar a estas alturas» son dos claros ejemplos de la casuística que nos encontramos a día de hoy. Por una parte, una «cronificación» de trastornos emocionales que no debería ser de ese modo (porque no, la depresión se puede tratar y que, por tanto, un paciente deje de corresponderse con esa etiqueta diagnóstica) y, por otra, la escasa educación emocional en el sector poblacional más mayor que no termina de comprender que los cambios conductuales son posibles, eso sí, con bastante esfuerzo.
Los adultos mayores han crecido con una figura muy asentada en el ámbito médico, en la que han aprendido a depositar confianza y a la que entienden como una «autoridad» en su campo de conocimiento. No ocurre así con los psicólogos, que son figuras relativamente recientes y cuyo papel genera cierta desconfianza al estar implicada en su trabajo una pieza fundamental que no se ha desarrollado (en líneas generales) en generaciones pasadas: la identificación y expresión de las emociones.

Entonces, ¿cómo podemos abordar la situación de la medicalización de los problemas psicológicos?
Tenemos que plantearnos este problema como algo multidisciplinar de forma que, al igual que hay varios factores que pueden estar alimentando el problema, también son varios factores los que deben ponerse en marcha en aras de resolverlo (iremos desde el nivel más macro hasta el nivel micro):
Por una parte, el sistema nacional de salud debería garantizar no solamente un acceso a los profesionales médicos que supervisen ciertas medicaciones cuando éstas son necesarias, sino también a profesionales de la salud que se encargan de un abordaje terapéutico basado en la psicoeducación, el desarrollo de herramientas y el cambio de conducta hacia patrones más saludables para uno mismo y los demás.
Por otra parte, sería muy recomendable que psiquiatras y psicólogos trabajaran codo con codo y, en el caso de adultos mayores, incluso en conjunto (simultáneamente), de manera que la figura del psicólogo dejara de entenderse de forma hostil, sino como un complemento a la figura del psiquiatra que aporta otros conocimientos que pueden ser necesarios y beneficiosos para el paciente en cuestión.
Finalmente, por parte del paciente tratar de mantener una actitud abierta al cambio y a la posibilidad de generar un cambio por sí mismo, ya que anclarse a una medicación de por vida es sobreentender que hay situaciones que no van a cambiar cuando, en realidad, en muchas ocasiones se puede tomar un rol un poco más activo y mejorar la calidad de vida de uno mismo y de los que están a su alrededor.
Volviendo al ejemplo de la ansiedad, todas las personas podemos experimentar episodios difíciles con picos de malestar que requieran una pauta médica determinada, pero prescribir de forma crónica una medicación ansiolítica nos puede llevar a perder el foco en cuáles son los factores que detonan esas reacciones ansiógenas y qué podríamos hacer activamente al respecto para modificar la situación emocional de la persona que acude a consulta.