Sabemos que el miedo es una emoción básica y evolutiva que nos prepara para la supervivencia. En cualquier momento del desarrollo, cuando percibimos una posible amenaza en nuestro entorno, el miedo se desencadena para tratar de movilizar nuestros recursos físicos y cognitivos en dirección a una respuesta ante el medio: la lucha, la huida o el bloqueo (que, aunque no lo parezca, también es una respuesta).
Como decíamos, el miedo aparece con mayor o menor frecuencia y mayor o menor intensidad en diferentes etapas de nuestro crecimiento. También cambia la complejidad, dado que nuestro pensamiento abstracto se acrecienta con el paso de los años y hay temores que sólo pueden desarrollarse en la edad adulta (por ejemplo, el miedo a perder ciertas facultades cognitivas, como la memoria).
Al revés, ocurre que algunos miedos quedan más bien anclados al periodo de la infancia, y desde luego cuentan con un nivel de concreción muy superior: miedo a que mamá se vaya, miedo a que el juguete se pierda, miedo al monstruo del armario… Son temores comunes y bastantes “sencillos” de localizar.
Otra cuestión es la cantidad de “realidad” que pueda haber en esos miedos, si bien esta valoración también nos la podemos plantear en muchos de los temores de etapas posteriores del desarrollo. Hay muchas cuestiones que los niños aún no son capaces de entender en edades tempranas, como que la desaparición “física” de un ser querido porque cambia de ubicación no es equivalente a su pérdida, o que los monstruos que salen en las películas o cuentos no dejan de ser personajes de ficción.

En ocasiones, para los adultos resulta ciertamente complicado volver a la posición de “niños” de cara a lidiar con los miedos infantiles. Por tanto, ¿qué podemos hacer con ellos?
Cómo abordar los miedos infantiles
- Tratar de entender el miedo: No es cuestión de combatir con nuestra lógica de adultos el temor probablemente “infundado” de un niño, sino de empatizar con el origen del mismo. Qué le provoca el miedo, cuándo lo siente en mayor medida, qué tiene ganas de hacer en ese momento, son algunas de las preguntas que nos podemos plantear y que, con total seguridad, nos ayudarán bastante a conectar con la situación emocional del menor.
Nota: Escuchar a los niños y darles credibilidad a sus miedos no va a hacer que estos aumenten, sino que se sientan protegidos y seguros (validados) y, con mayor probabilidad, puedan progresivamente desprenderse de ellos.
- Crear un entorno agradable en torno al miedo: Parecerá extraño, pero lo cierto es que buscamos crear una nueva asociación/aprendizaje a partir de un estímulo que previamente ha resultado ser aversivo.
Por ejemplo, si sabemos que a nuestros/as hijos/as les dan miedo los monstruos (del tipo que sean), podemos organizar una “fiesta” en la que hagamos algún juego con monstruos implicados. Pero, en esta ocasión, intentaremos desmontar la creencia de que los monstruos son necesariamente malos. ¿Y si los monstruos tuvieran miedo de los niños?
- Aprovechar el modelado (la conducta de los padres): Los niños hacen y repiten mucho de lo que ven, por lo que, si observan que sus padres se enfrentan a determinadas situaciones, será más probable que ellos naturalicen esos mismos comportamientos. De hecho, puede ocurrir también al revés: no sería la primera vez que un padre/madre con miedo a un determinado estímulo (ejemplo, los perros) transmita a través de su respuesta nerviosa cuando ve alguno ese mismo miedo a sus hijos, que muy posiblemente replicarán el patrón e interiorizan que los perros son un equivalente a inseguridad/miedo.
- Realizar una aproximación conjunta al miedo: Para los niños será siempre más fácil enfrentarse a situaciones complejas si, en primera instancia, cuentan con el apoyo de sus figuras de protección y referencia más importantes.
En muchas ocasiones, el miedo puede arraigarse de tal modo que termina por generar una respuesta fóbica. En estos casos, es probable que el abordaje del miedo requiera de ayuda profesional y, sobre todo en casos de niños más pequeños, de la ayuda y apoyo del entorno familiar para establecer un progreso terapéutico adecuado.
