La sociedad en la que vivimos genera toda una serie de modelos, estereotipos y reglas sociales que sirven de patrón para todos los que vivimos en ella: ser “bastante” altos, “bastante” agraciados, “bastante” algo, en función de las demandas del esquema social dominante.
Inferioridad, como su propio nombre indica, hace referencia literalmente a algo que queda “por debajo de”, de forma que cuando hablamos de un sentimiento de inferioridad, estamos haciendo alusión a la percepción (puede ser acertada o no) que tiene una persona sobre sí misma con respecto a los otros. En este caso, “por debajo de” los demás.
Por tanto, los estándares con los que nos relacionamos nos llevan de forma inevitable a un proceso de comparación. Esta comparación, que realizamos con relativa frecuencia, puede ocurrir con personas de nuestro entorno más cercano o con figuras de referencia a nivel social, siendo lo más importante cómo analizamos nuestras características físicas, de personalidad o ambas, en relación con otras personas.
Cabe mencionar que las comparaciones sociales que hacemos no suelen ser objetivas con respecto a nuestras propias características o habilidades, dado que existe una tendencia a focalizar nuestra atención en las carencias, obviando las aptitudes positivas, fortalezas y capacidades.
¿Cómo se produce el sentimiento de inferioridad?
El sentimiento de inferioridad suele relacionarse con niveles bajos de autoestima y de afecto positivo, con un tipo de apego más ansioso o inseguro, con la necesidad de complacer desesperadamente los deseos de los demás para sentirnos apreciados, por un locus de control externo (el concepto y valoración de mí mismo depende de lo que los otros consideren de mí), o por los estilos de crianza vividos con los cuidadores principales.
Las personas que experimentan este malestar suelen sentirse ignoradas, invisibles, poco válidas, con dificultades en las relaciones sociales o de pareja, etc. No obstante, esta sensación no necesariamente se corresponde con una realidad “objetiva”, ya que algunas de estas personas cuentan con una red de apoyo social muy amplia que no perciben como tal.
La comparación social puede realizarse en sentido ascendente o descendente. En el primer caso, nos comparamos con alguien que queda “por encima” de nosotros en cuanto a la percepción que tenemos de sus habilidades, destrezas o rasgos físicos o de personalidad.
Curiosamente, cuando la autoestima es elevada, dicha comparación se ejecuta en modo reto o superación (“me gustaría superarme y llegar a ser como X”), mientras que cuando la autoestima es baja, la comparación se ejecuta a modo de autocrítica, no necesariamente constructiva (“nunca llegaré a ser como X”).
Sin embargo, cuando la autoestima es baja, algunas personas también muestran la tendencia justamente opuesta: elaborar una comparación descendente.
Es decir, la persona consigue aliviar su malestar emocional comparándose a sí misma o su situación con alguien que quedaría “por debajo”, ya que compararse con alguien que se encuentre mejor sólo sirve para incrementar su sensación de impotencia, indefensión y sufrimiento psicológico.
¿Una llamada de atención?
Algunas personas viven su sentimiento de inferioridad tratando de pasar desapercibidas a nivel social, sin querer llamar la atención porque no sienten que tengan competencias realmente desarrolladas para ello.
Por otro lado, y con cierta frecuencia, personas con un nivel alto de inseguridad tienden a desarrollar conductas de compensación que les llevan a buscar la atención y aprobación de otras personas.
En algunos casos, existen entornos en los que personas que habitualmente se sienten “por debajo de”, experimentan una sensación de bienestar y de estar “al nivel de”. Con frecuencia, estas personas no saben explicar muy bien cómo sucede este cambio, pero hay algo en el contexto situacional o social que les aporta un nivel de seguridad (o reafirma su seguridad a nivel interno) y que no está presente en la cotidianeidad.
En estos entornos es mucho más probable que adquieran una conducta “protagonista”, resultándoles más sencillo el hecho de ocultar su inseguridad habitual.
Este tipo de conductas puede aparecer en personas sin ningún tipo de patología, o bien en casos más complejos y en los que pueden estar presentes rasgos de psicopatología, como ocurre en la violencia de género o en el acoso escolar, situaciones en las que con frecuencia el agresor es una persona con un nivel de autoestima muy bajo que necesita ponerse “por encima de” otro para compensar su malestar.
¿Cómo intervenimos en la inferioridad?
En primer lugar, debemos mencionar que no siempre es necesaria una intervención psicológica en casos en que una persona se siente insegura o existen contextos en los que siente la necesidad de “llamar” la atención.
La intervención psicológica se hace necesaria cuando la propia persona considera que su conducta es disfuncional o le causa un intenso malestar y perturbación en su funcionamiento cotidiano.
En casos en los que el paciente decide acudir en busca de ayuda psicológica, sería conveniente explorar exhaustivamente para averiguar las razones escondidas tras la mencionada inseguridad, por si alguno de los factores previamente mencionados (baja autoestima, tipo de apego, estilos de crianza, etc.) guardara relación con la aparición y mantenimiento de la conducta.
Después de la exploración, comenzaremos a trabajar con la persona para desarrollar estrategias a nivel tanto cognitivo como emocional para que pueda “reconstruirse” desde cero, de manera que la búsqueda de atención no sea algo que necesite para tratar de compensar sus inseguridades, sino que, si se produce, se deba a que su forma de ser resulta lo suficientemente atractiva y llamativa per se.